Tal y como explican los profesores De Ansembourg y Van Reybrouck (*), la Comunicación No Violenta (CNV) es un poderoso proceso de cambio social creado en los años 60 por el psicólogo estadounidense Marshall Rosenberg, que se fundamenta en una hipotética tendencia innata a contribuir al bienestar de los demás y, de rebote, al propio bienestar. El problema, siguen diciendo, surge cuando la gente es incapaz de entenderse y, por tanto, surge el conflicto “como expresión trágica de necesidades no satisfechas”. Hay necesidades básicas, como la supervivencia, la seguridad, la pertenencia y el reconocimiento social, y las hay más complejas, como la libertad, el sentido, la responsabilidad, la trascendencia y la sacralidad.
La violencia, por lo tanto, sería consecuencia de un fracaso de la comunicación.
La teoría se inspira en Mahatma Gandhi y Carl Rogers y atribuye este fracaso, antes que nada, a una carencia de autoestima. Si uno no siente compasión hacia sí mismo, difícilmente podrá entender, aceptar y, en resumidas cuentas, ser compasivo con sus familiares, amigos, compañeros de trabajo o conciudadanos. La compasión, como la caridad, comienza por uno mismo. Cuando alguien es incapaz de comunicarse positivamente con sus jefes, compañeros o subordinados de la organización donde trabaja, esa organización difícilmente será capaz de proyectar su mensaje en el mercado. De hecho, el concepto de “subordinación” responde ya a una idea tóxica en el establecimiento de estructuras de trabajo sanas y provechosas.
Actualmente, la Comunicación No Violenta tiene miles de seguidores en todo el mundo, está construyendo nuevas fórmulas de liderazgo y en el mundo empresarial se canaliza mediante técnicas concretas de comunicación interna. Mucho más allá de la típica newsletter, una comunicación interna realmente útil para alcanzar el propósito de la organización debe ser capaz de construir embajadores de marca entre los miembros de su comunidad de trabajo. Y para armonizar la imagen proyectada externamente, es necesario que los compañeros de trabajo hayan podido resolver internamente sus inevitables discrepancias hablando cara a cara, sin reproches y con la clara finalidad de alinearse con el propósito de la empresa y el bienestar físico y mental de los que la hacen posible.
Claro que para eso, como es evidente, antes hay que tener un propósito. Y saber que la paz, como la musculatura, es algo que se debe ejercitar cada día. ¡Feliz mes de febrero!
(*) El psicoterapeuta Thomas de Ansembourg, de expresión francesa, y el antropólogo David van Reybrouck, de expresión neerlandesa, son dos amigos belgas que, aterrorizados tras los atentados del Bataclán en París,
decidieron escribir “La paz se aprende” (Arpa Editores, octubre de 2017) con la intención de contribuir al desarrollo de una cultura de la paz. Cada uno, escribiendo en su propio idioma.