Como tantos otros, la primera vez de mi vida que voté en unas elecciones democráticas fue el día 15 de junio de 1977. En aquel tiempo yo era un joven periodista de pelo largo, genio corto, mostacho rebelde, pañuelo al cuello, tejanos gastados y botines con cremallera. Ese día, sin embargo, me peiné, me calcé unos zapatos brillantes, me puse el único traje que tenía y me anudé una corbata al cuello.
Luego, ofrecí mi brazo a mi madre, que también se había acicalado convenientemente, descendimos las escaleras y, más contentos que unas pascuas, fuimos juntos a votar. Fue un día de fiesta.
Desde entonces, para mí, cada día de elecciones es una fiesta y cada proceso electoral, un espectáculo del que no me quiero perder ningún detalle, todo sea dicho con gran respeto, ya que los espectáculos, si uno quiere, pueden ser bien respetables.
Acabamos de vivir un proceso electoral importante e iniciamos otro que puede ser apasionante. Las elecciones americanas son de una plasticidad, una dramaturgia y una perfección escénica, solo comparables con la milenaria tradición litúrgica de la iglesia católica, tan alabada por el admirado Adolfo Marsillach, o por mí mismo, sin ir más lejos.
Dice Vikipedia que un espectáculo es un acto público atractivo. No dice que tenga que ser útil, pero yo creo que un espectáculo útil es mucho más atractivo que otro que no lo sea. Las elecciones americanas, en mi opinión, han servido de barómetro social de un país enorme y muy diverso que ha debatido libremente sus problemas y finalmente se ha expresado en las urnas. Probablemente, su ganador -un hombre parecía reunir todos los requisitos para no ser elegido jamás presidente de los EEUU- las ha ganado porque su mensaje integrador y su actitud positiva y respetuosa con el adversario le ha creado menos más antipatías que simpatías. Dentro de unos días, Obama jurará su cargo en el Capitolio ante el presidente de la Corte Suprema de los EEUU y después irá al Congreso.donde será ovacionado por todos los representantes de la voluntad popular, tanto si son demócratas como republicanos.
Aquí comienza otro proceso electoral realmente destacable. Esperemos que el espectáculo sea atractivo (porque vote mucha gente), útil (porque al menos sirva para avanzar en la solución de los problemas que nos afectan) y, sobre todo, civilizado. Porque en caso contrario, tal vez sea atractivo, como las corridas de toros, los combates de boxeo o los desfiles militares, pero no será útil para nadie. Y menos para la convivencia, que es el valor supremo que, sin renuncias, deberíamos proteger por encima de todo.