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El valor de las palabras

  • 31 Ene 2013
  • Opinión
per Toni Rodriguez Pujol
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Thaddeus Stevens, fallecido el mes de agosto de 1868, fue el líder de la fracción radical del partido republicano y un legislador decisivo en favor de la Decimotercera Enmienda de la constitución de los Estados Unidos, aprobada en la Cámara de Representantes siete años antes, en plena Guerra de Secesión. Dicen sus biógrafos –y confirman sus fotografías– que era un hombre seco, hosco y de mirada feroz. Profundamente antimasónico, luchó en pro de los derechos de los indígenas americanos y en contra de lo que llamaba “slave power”, una asociación tácita de latifundistas de estados sureños que pretendía dominar la vida política y económica de la joven nación transatlántica. Un lobby, en terminología actual.


El debate de la enmienda, que abría el camino a la integración política de la minoría negra, fue dramático, tal como nos muestra la última gran película de Steven Spielberg. El Presidente Lincoln quería aprobarla antes de la rendición del ejército sudista, por razones de protección a los empresarios de los estados norteños y para no condicionar las cláusulas de la capitulación rebelde. Para lograrlo, tuvo que recurrir a todo tipo de maniobras semiocultas: desde la compra de votos hasta la intimidación pura y simple. La democracia, construida por imperfectas personas humanas, difícilmente dejará nunca de ser imperfecta. En aquella coyuntura, el apoyo de Stevens y su fracción de republicanos radicales era esencial.

Thaddeus, hijo de un zapatero alcoholizado que abandonó la familia cuando los niños aún eran pequeños, era soltero, cojo y calvo y había tenido que abrirse paso en la vida a codazos con jóvenes promesas de la joven aristocracia política americana sin problemas económicos. Entre tanto codazo, disponía de poco tiempo para dudar.

La gran duda, sin embargo, llegó cuando en su intervención decisiva –en medio de un griterío y unos disturbios que hacen de nuestros parlamentos contemporáneos un auténtico remanso de paz, – tuvo que elegir bien las palabras, procurando no traicionar a su conciencia.

Estar a favor de la igualdad jurídica de las razas, o estar a favor de la igualdad de las razas, esa era la cuestión. La primera fórmula garantizaba el apoyo del grupo radical. La segunda no, porque según la especial semántica de la época, abría el paso al sufragio electoral de los negros, y vete a saber si incluso de las mujeres, algo impensable en un mundo todavía medio salvaje, dominado por hombres blancos, racistas y machistas que creían que su hegemonía estaba dictada por el Altísimo.

Por cierto, ¿saben ustedes cuándo obtuvieron el derecho de voto los negros americanos? ¡En 1965!

Pues bien, Stevens, llegado el gran momento, se mordió la lengua, dijo que estaba a favor de la igualdad jurídica –y no de la igualdad a secas, como había dicho siempre–, provocó uno de los escándalos mayores de la historia del parlamentarismo mundial y logró que se aprobara la enmienda.

Cuentan sus biógrafos (y también Spielberg) que, terminada la sesión, Thaddeus se fue a su casa, donde le esperaba su ama de llaves mulata. Probablemente se besarían y abrazarían para celebrar la victoria. Tal vez, Stevens se excusaría incluso por no haber sido más valiente. Pero seguro que su mujer clandestina, Lydia Hamilton Smith, fue comprensiva. Hacía casi 20 años que convivían matrimonialmente. Y Stevens, aquel hombre duro, hosco y de mirada feroz, era un auténtico héroe parlamentario. Aunque tuviera que jugar con las palabras y aceptar que la gloria se la llevara Lincoln.

Son cosas que pasan.