Cada vez que oigo decir que «todos los políticos son iguales» (igual de incapaces de gobernar, se entiende), pido a mi amable interlocutor una alternativa. Y cuando veo que duda, le propongo una posible respuesta: «¿Los militares, tal vez?»
No es que los defienda indiscriminadamente, pero cada vez que oigo decir que nuestros políticos son unos impresentables, pido a mi amable predicador: «¿En relación a quiénes? ¿A los sudamericanos? ¿A los italianos? ¿A los franceses? ¿A los ingleses? ¿A los estadounidenses? O, ¿a qué otras profesiones? ¿A los empresarios? ¿A los sindicalistas? ¿A los entrenadores de fútbol? ¿A los periodistas? ¿A los toreros?». Pongan ustedes mismos los nombres. No suele haber respuesta.
Parece como si la naturaleza humana, desde la oscuridad de los tiempos, pida chivos expiatorios para descargar de la conciencia colectiva todos sus pecados. Es como cuando estás en una cena de amigos, conocidos y saludados. Siempre hay alguien que, generalmente a los postres, critica la presión fiscal, el exceso de regulación de la velocidad en las autopistas o la prohibición de fumar en espacios públicos.
Suele ser el que maneja más dinero negro, el que va por el mundo como si no hubiera nadie más y el que todavía arroja papeles al suelo. Lo malo es que se le suele admitir el discurso. Hasta que hay alguien que se levanta y proclama su rechazo a vivir en un país gobernado por militares, con periodistas haciendo de políticos, y con amigos defraudadores que a todos perjudican.
Entonces, la gente cambia de conversación. Háganme caso y pruébenlo. Aunque sea por curiosidad.