Ocho, diez y once, son los miles de personas que también acabarán muy próximamente en el paro según algunos de los cálculos que hacen hoy los diarios desde sus respectivas portadas y puntos de vista, a raíz de las condiciones que ha puesto “Bruselas” para acceder al rescate bancario. Ocho mil, según El Mundo y La Razón; diez mil, según el ABC; y once mil, según La Vanguardia (dicho sea de paso, siguiendo una línea de mayor a menor proximidad ideológica con al actual gobierno español). Donde todo el mundo está de acuerdo es en que, dentro de esta cifra tan variable, hay otra más concreta que no admite interpretaciones: el recorte de Bankia nos costará 6.000 puestos de trabajo, en números trágicos y redondos. Y tira millas.
Se cumple pues aquel aforismo nefasto que asegura que cualquier situación, por mala que sea, todavía puede empeorar más. Asimismo, nos hallamos ante un panorama político complicado, con un escenario postelectoral difícil de gestionar y nuevamente salpicado de sospechas de corrupción, y, al mismo tiempo, ante un panorama mediático que, según PRComunicación y a modo de ejemplo, acaba de sufrir una pérdida de lectores del 25% en el caso de El Mundo y un 16% en el caso de El País.
¿Época de crisis? ¿Crisis de una época? Doctores tiene la Iglesia, pero no creo que haya que ser muy doctor para ver que este enfermo no se curará a base de aspirinas, que los parches ya no nos tapan las vergüenzas y que si nos distraemos demasiado ya no llegaremos a tiempo. “¿Qué hacer pues?”, que decía Gramsci. Ahora no está de moda hablar de Gramsci, porque Gramsci era comunista y el comunismo, con razón, está más desprestigiado que las acciones de Rumasa, pero creo que hay que desnudar a los pensadores de su circunstancia política inmediata y quedarse con aquella parte de su pensamiento que trasciende de su entorno histórico concreto.
Y en el caso de Gramsci he encontrado esta reflexión –dura– que tal vez podríamos hacer nuestra.
“También odio a los indiferentes … porque me asquea su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos: cómo han hecho los deberes que la vida les ha puesto y les pone cada día, qué han hecho, y sobre todo, qué no han hecho. Y me siento en la obligación de no malgastar mi piedad, de no compartir mis lágrimas con ellos… Vivo, soy partidista. Por eso odio a quien no toma partido, odio a los indiferentes”.
Era 1917 y él estaba en la cárcel. Se entiende que no estuviera demasiado contento, pero seguramente tenía razón en una cosa: quizá no hay que odiar a los indiferentes, pero es absolutamente necesario odiar la indiferencia.
Y sobre todo, ir pensando seriamente qué hacemos.